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nayagua revista de poesia

 GLOSAR EL MUNDO

«¿Con qué dedo hojearás tú este libro?» Esta es la pregunta que Tere Irastortza, en Son nueve, los pájaros, hace, en la nota inicial, al lector. En euskera, cuenta la autora, los dedos reciben nombres de pájaros; a lo que podríamos añadir: ¿con qué pájaro hojearé este libro? Si esta hermosa alusión al léxico de su lengua materna resulta insurgente —por la belleza clamorosa—, aún más perturbadoras e imprescindibles son las palabras iniciales: «Amiga, amigo». Abrir de esta manera un libro, acogernos con la calidez del abrazo no suele darse con la frecuencia que desearíamos. Ya lo apuntaba Elias Canetti —probablemente sabedor del flujo inevitable que nos instala en lo mismo—: «Presta atención al latido del corazón de los otros. Están tan lejos1.» Esta delicadeza ya no abandonará al lector, quedará suspendida en una atmósfera extraña e íntima aun después, mucho después, de finalizar la lectura. Recorrer este desbordante y sabio libro es hacer un viaje que atraviesa pensamiento, mundo y lenguaje —aunque los tres sean uno—.

Son nueve, los pájaros, publicado originalmente en euskera con el título de Txoriak dira bederatzi, ha sido traducido por la autora con la colaboración de Felipe Juaristi e ilustrado por Iñaki Bastarrika. El título, dice Tere Irastortza, se corresponde con el inicio de un conjuro que mentaba a la Santísima Trinidad y recitaba un curandero de Goizueta, Nabarra, para curar la escrófula, una hinchazón de los ganglios del cuello. Y decía así:

«Los pájaros son nueve, los nueve son ocho, los ocho siete,
los siete, seis... los dos son uno, los pájaros son uno, los
pájaros no son uno, que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo
curen a este uno.»

Si los números primordiales, en la tradición griega, pertenecen al espíritu, si son entidad y símbolo albergando en sí los valores de unidad y multiplicidad, en Tere Irastortza culminan en la gran paradoja de cierre y apertura: círculos entreabiertos o terminantes, curvaturas cuyos extremos apuntan al infinito, nacimiento —abrir— y muerte —¿cerrar?—, etc. Así, el nueve, su triplicidad, el tres en su cuadrado, el siempre regresado a sí mismo puesto que multiplicado siempre retorna a él, concatena cuerpo, pensamiento y espíritu. Y ese tres, con las esferas abiertas, ofrecido como dos cuencos, como dos cavidades de las manos en posición horizontal, bien pudiera alcanzar el trenzado infinito del ocho recostado: «la inteligencia requiere la práctica de la contorsión, como el ocho» (T. I.). Con qué intensidad pareciera entregarnos la autora quebraduras y registros para ensanchar el proceso de comprensión de nuestro paso por el mundo e, insistentemente, inducirnos a la pregunta y a la duda —nada más vital en lo terriblemente humano—. Tere Irastortza enseña, muestra, en su escritura, una recolección acaso infructuosa dentro del ansia mercantilista actual pero valiosa por lo que pueda llegar a germinar en el otro.

Pensado y escrito en euskera —«[...] Y que mi cuerpo necesita oírlo en euskera» (T.I.)—, una de nuestras lenguas con raíces preindoeuropeas, remite y evoca a una cultura panteísta que nombraba y se articulaba en torno a la naturaleza, y en la que, según la poeta nos cuenta, «Dios no era lo único verdadero sino que todo, por verdadero, era sagrado, Dios no parte de Theos/ Deus, porque en euskera ya existía la palabra deus para significar “algo”, incluso “minucia”, en un idioma en el que el género gramatical no existe, en el que a la mayoría de los elementos sagrados se les invocaba como a señoras, andere; en una sociedad en la que el señor más alto, jaungoikoa, claramente de origen feudal, sustituye a las deidades vascas Ortzi / Mari, apelaciones que prácticamente desaparecen de la literatura escrita (religiosa) y se conservan solo a nivel oral o en estratos de difícil desmembración como los nombres de la semana (osteguna, ostirala / jueves y viernes)».

Al fin, comprender el mundo. Ya Hannah Arendt, en su célebre conversación con Günter Gaus, lo explicitó de manera similar, «lo que quiero es comprender». Números y pensamiento, sí, que Irastortza aboca en el lenguaje con un ritmo tumultuoso y sereno —de nuevo la paradoja— y con el que urde una trama infinita e inclasificable, que no necesita de apelativos: ensayo aforístico, poesía, estudio etimológico y lexicográfico..., o, dar por bueno, como ha señalado Iñaki Urdanibia, el Tractatus. En el epílogo, Dolors Udina se referirá a él como libro monumental, Vicente Huici, como Vademécum, casi Oráculo Manual y Mariano Castro, como escritura de escrituras. En cualquier caso, el libro nos llega en forma de condición auroral o lichtung (Heidegger), es decir, como una apertura en donde el lenguaje, el lenguaje poético, ocurre en su repentina aparición. Porque la escritura de la poeta, ya sea mediante la prosa o la poesía, atiende a un ritmo que no busca esclarecer / esclarecerse, sino oír; sus reflexiones, ricas en el uso de paradojas, antítesis, ironías o rotundidad expresiva —tan propias del aforismo—, aligeran funciones y contundencias para significar algo más, casi una especie de demarcación filosófica y literaria en la que las grandes hendiduras humanas, la ajenidad o el deseo alimentan una voz que asume esta entraña poética. Digamos que hay un vasto territorio lingüístico en donde la alternancia de disquisiciones etimológicas y la condensación poética, por ejemplo, se funden. Vendría al caso esta concluyente reflexión de Lobo Antunes: «durante toda mi existencia no he hecho otra cosa que ser un ciego que recorre sombras. Escribir es oír con fuerza. Seguir oyendo lo ya oído. Seguir oyendo lo ya ya oído. Y lo ya ya ya oído2.» Parafraseando a Eduardo Milán, ¿hay o no hay poesía aquí?3

Escribir, esa palabra-acción, es, pues, además de las impagables consideraciones etimológicas sobre el euskera, uno de los ejes vertebradores del libro. «Escribir no tiene nada que ver con significar, sino con deslindar, cartografiar, incluso futuros parajes», apuntaban Gilles Deleuze y Félix Guattari4 , Podría ser que percibiéramos lo que no sabe el lenguaje poético, que reconociéramos sus capas y sus filtraciones, sus vuelcos y su extrema versatilidad; sin embargo, qué complejo resulta densificar y asestar incertidumbres utilizando un lenguaje que va creando una arquitectura sonora y significativa que se mantiene al tiempo firme y volátil. Tal vez, y aun a riesgo de errar, la palabra —la palabra poética— sea capaz de aliviar o, en su caso, revelar cuantas inquietudes o desazones nos asolan. Leemos en Irastortza: «No sé si escribir permite olvidar o recordar que vivimos. Un sueño en el que creer, tal vez.»

Junto a las continuas reflexiones sobre el hecho de la escritura, la oralidad del euskera se erige como otro de los pilares del libro. Las tradiciones cantadas o relatadas de un entorno rural cuya fragilidad es dolorosa, de una lengua minoritaria y minorizada en la que morar, todo este legado de los ancestros y de las gentes de las pequeñas aldeas y pueblos, al cabo, se vierte aquí con la intensidad de quien habita en la lengua. Hannah Arendt, Rose Ausländer o Hölderlin ya intuyeron también que su matria era la palabra. En este ser entrelengua, Tere Irastortza nos conmina a entrever «lenguaje, tierra, aire sin contaminar: abono que nadie debe guardar solo para sí.» La escritora observa y dice, acciona y crea. Como la señora abeja, erle, la poeta construye y nutre. Por otra parte —y la misma—, la traducción advierte de la intención de lateralidad, no literalidad, del trasvase de una lengua a otra con la consciencia de ¿la imposibilidad? Y aun así, el lector escucha las dificultades, el remanso musical tan diferente por ser lenguas tan dispares, esa “transparencia en la que el haz es el envés” (O. Paz).

En este libro, portentoso en fondo y forma, podemos oír el tumulto del mundo. ¿Qué hay, acaso, que tenga más verdad que un eco?, ¿qué otra realidad más enteramente humana que el latigazo violento del viento? Y si esto se quiere decir, hay que implosionar en el lenguaje, permitir el estallido y esperar las fisuras. Esto nos encontramos en Son nueve, los pájaros, un gran territorio agrietado por donde van cayendo sonidos, palabras, árboles, abejas, cielo, luna, intimidad y amor. Saberse, «entreserse» con el otro naturaliza al ser: «la alegría de acercarnos a los demás» (T.I). Por eso, su escritura va accionando muchísimas otras voces, algunas imprescindibles como la de Virginia Woolf, Lou Andreas Salomé o Marina Tsvietáieva —escritoras indispensables dejadas en el margen dentro del canon patriarcal—, que no solo la acompañan sino que generan la multiplicidad y abonan la memoria del asombro —aquello que es leído con temblor de infancia—. Voces que la autora comparte como reflejo de ese poso de lecturas y hallazgos que ha ido fraguándose a lo largo de su vida. Para ello, ofrece al lector una bibliografía extensa que agradecemos las gentes que deambulamos buscando la cercanía del mundo.

Ese amor mundi, esa onda expansiva que provoca este libro, tal vez nos compela a entender el enjambre que somos.

«No sé si la muerte, siendo tantos quienes habitamos en nosotros, acabará de manera absoluta y simultánea con esta multiplicidad del ser» (Tere Irastortza)

Lola Andrés Navarrés,

16 de marzo de 2024

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1 Elias Canetti, Apuntes 1973-1984, Galaxia Gutemberg, Barcelona, 2000

2 António Lobo Antunes, Tercer libro de crónicas, Debolsillo, Penguin Random House, Barcelona 2019, p. 280.

3 Los versos a los que se hace referencia son estos: nadie va, nadie viene / queda o no queda / hay o no hay lenguaje ahí. Eduardo Milán, Donde no hay, Amargord, 2012, p. 28.

4 Gilles Deleuze y Féliz Guattari, Rizoma, Pre-textos, 2005, p.12.

5 Octavio Paz, El mono gramático, 2016, Barcelona, Col. Austral, Planeta, p.28.

 

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